¿Por qué nos fascina tanto el fin del mundo, el apocalipsis, el universo arrasado en el cual la humanidad ha desaparecido o sobrevive en condiciones extremas; la civilización desarbolada, aplastada, reducida a sus cenizas primigenias? Si pensamos en el número de obras de arte y de productos comerciales que tienen como esencia y clave esa situación nos encontramos con una lista interminable. Hay basura a espuertas en ella, claro, pero también (en ambos ámbitos) bastantes obras maestras. ¿Queremos ese final? ¿Lo deseamos, secretamente, quizá? ¿Nos molesta largarnos de la película sin haber asistido al desenlace? ¿O lo invocamos para exorcizarlo?
Lo cierto es que, aunque en nuestra vida diaria nos preocupemos bien poco de la conservación del planeta, el fin de los días es un elemento recurrente desde siempre, encontrable en todas las mitologías, aunque, eso es cierto, con significativas diferencias. Incluso las mentes más preclaras han concedido parte de su tiempo al tema, e Isaac Newton no podía ser menos. El inglés, uno de los mayores científicos de nuestra civilización, fue también ocultista y alquimista, según se ha ido revelando; un verdadero “hereje oscuro” en algunas partes de su vida, como se explica en este recomendable documental de la BBC.
En esos tratos, y como desvelan varios documentos, llegó a predecir el fin del mundo con exactitud: toca en 2060. Joven lector: está usted a tiempo de experimentar el mayor ‘show’ de la historia. Claro que, leyendo la letra pequeña de la noticia, la cosa cambia un poco.
Dentro de esa heterodoxia de la que hablamos, que en su época era común y ahora se consideraría imperdonable en un científico, Newton, fervientemente religioso, empleó tiempo y esfuerzo en el estudio de las profecías bíblicas. Así, después de una serie de complicadas interpretaciones de las escrituras, y del Libro de Daniel, en concreto, el sabio inglés llegó a esa fecha, 2060. En una carta de 1704, conservada en la universidad hebrea de Israel se lee, sin embargo: “podría acabar después, pero no hay razón para pensar que pueda acabar antes”. O sea, que con calma.
La explicación técnica de su cálculo numérico no es mucho más precisa, y comienza con la frase siguiente: “Los 2.300 días proféticos no empezaron antes del alzamiento del pequeño cuerno de la cabra macho”. Más claro así, ¿verdad?
Luego, sigue descartando posibilidades: “Esos días no empezaron tras la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos”; “Los tiempos del tiempo y tiempo y medio (¿?) no comenzaron antes del año 800, en el cual empezó la supremacía de los papas…”. Nos ahorramos el resto, pero la conclusión es también confusa: se cita 2060, pero se proponen fechas alternativas, como 2344, 2090, 2132 o 2374. Y seguimos para bingo: los expertos argumentan que, pese a que todas ellas “parecen arbitrarias”, 2060 ha ganado fama gracias a “la hermosa redondez del número y el hecho de que aparece en más de un documento”.
El milenarismo va a llegar
Otro elemento a tener en cuenta en este simpático juego, es que Newton no entendía ese final como una extinción completa de la vida, la desaparición del planeta o el fin el universo, sino como el advenimiento del “milenio”, es decir, el retorno de Cristo para establecer su reino eterno, el restablecimiento de Israel, y toda la mandanga milenarista que han heredado los mercaderes del templo moderno.
Su interpretación de profecías, en realidad, parece casi el juego de un niño ofuscado si las comparamos con las predicciones, más reales, que los científicos vienen haciendo desde hace ya tiempo sobre las posibilidades de que nos carguemos el planeta en tiempo récord. Muchos científicos sostienen, de hecho, que, aunque la tierra ha sido sacudida al menos cinco veces por cataclismos que provocaron extinciones masivas (la más famosa la de los dinosaurios a finales del cretácico), podríamos estar cerca del primer cataclismo –el sexto en la lista– provocado exclusivamente por nosotros mismos.
Pero, seamos serios ahora: aunque a la inmensa mayoría de la población todo esto se la trae al pairo, siguen disfrutando de su ración de apocalipsis televisivo, literario o de otro tipo: el tema se ha convertido en un concepto “pop”, en un motivo narrativo recurrente, vaciado de su esencia espiritual y no muy lejano, digamos, al de la casa encantada, el asesino de la carretera, la media naranja encontrada por azar en un callejón, el objeto de poder que corrompe a su portador o la isla con tesoro escondido. La suerte es que, siendo así, nos ha dado decenas de frutos lustrosos y disfrutables y un buen número de clásicos modernos.
A bote pronto se me ocurren, por ejemplo, dos excelentes novelas distópicas, ‘La carretera’ de Cormac McCarthy y ‘Plop’ de Rafael Pinedo. ‘Plop’ es mejor, si les interesa mi opinión. En el cine, sin romperse mucho la cabeza, y por citar ejemplos opuestos, podemos encontrar bagatelas taquilleras como ‘Soy leyenda’ o esa soberbia reflexión sobre la bipolaridad y el vacío que es ‘Melancholia’, de Lars Von Trier. Y de los videojuegos ya ni hablemos, porque el tema está hasta en la sopa. El que se sigue llevando la palma, en todo caso, y se lo recomiendo, es el ya clásico ‘Fallout 3′, una absoluta obra maestra que me hizo entender por qué el mundillo de los “gamers” ya genera más pasta que el adocenado Hollywood.
“Es el fin del mundo tal y como lo conocemos (y me siento bien)” cantaban REM hace un par de décadas. Y es que mientras uno tenga el fin del mundo a mano en casita, francamente, el fin del mundo puede esperar.
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