Las autoridades han decretado la alerta naranja por primera vez este año
Los medidores que la embajada estadounidense ha colocado sobre su tejado reflejaban a las 20.00 hora local una concentración de 611 microgramos por metro cúbico de las partículas PM2,5, las más diminutas y peligrosas porque entran directamente en los pulmones. Multiplica casi por 25 los 25 microgramos en los que la OMS fija la frontera de la salud. La ausencia de aire, la alta humedad y la quema de carbón para combatir un invierno inusualmente riguroso se han confabulado para enturbiar los cielos de buena parte del norte del país.
ALARMA
Las autoridades habían anunciado el fin de semana la alarma naranja que detiene las obras de construcción y demolición, paraliza total o parcialmente las fábricas pesadas y prohíbe la circulación de camiones.
Por encima sólo queda la roja, que muy raramente adopta la capital. Pero cualquier medida tomada en Pekín tiene una eficacia muy limitada por la ruina medioambiental del vecindario: la provincia de Hebei que abraza la capital cuenta con siete de las diez ciudades más contaminadas del país y cualquier recorte en su poderosa industria tiene inmediatos y dolorosos efectos en su PIB.
El gobierno local ha aconsejado a sus ciudadanos que no salgan de casa si no es necesario y urgido a quienes padecen enfermedades respiratorias que extremen las precauciones. Las máscaras son ubicuas en la capital, donde los contornos de los edificios apenas se intuyen a decenas de metros. Solo un mes atrás una ciudad norteña, Shenyang, batió todos los registros históricos con 1.400 microgramos por metro cúbico de PM2,5.
GUERRA A LA POLUCIÓN
El Gobierno declaró pomposamente el pasado año la guerra a la contaminación. La pujante clase media, además de engordar la cuenta bancaria, también quiere un ecosistema menos hostil. Los esfuerzos ímprobos de Pekín se enfrentan a las necesidades productivas de un país de 1.300 millones de habitantes con un patrón aún basado en el carbón y en plena batalla contra la pobreza.
La promesa china de rebajar sus emisiones a partir del 2030 ofrece diferentes lecturas. Por un lado, supone un compromiso inédito en el mundo en desarrollo. Por otro, significa más de una década aún de emisiones crecientes.
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