El terremoto de Lisboa fue uno de los sucesos más importantes de la historia de Europa, de tal forma que cambió el mundo.
Las catástrofes naturales, por supuesto, las echamos en el segundo saco, y puede que no haya ocurrido una en nuestra historia tan desastrosamente encadenada como el gran terremoto que golpeó a la ciudad de Lisboa en siglo XVIII. Dejadme que os cuente todo lo que sucedió.
Una serie de cataclísmicas desdichas
Lisboa, capital de Portugal, es una de las metrópolis más antiguas de Europa; su fundación se remonta a tiempos anteriores a la de Londres, París e incluso la ciudad eterna, Roma. Hace unos 260 años era el centro de un gran imperio, y se decía que el rey portugués, José I, poseía más oro que todos los demás monarcas europeos juntos, procedente de las minas de Brasil y del comercio de esclavos de África Occidental.
El 1 de noviembre de 1755, mientras se celebraban misas con decenas de miles de fieles por el católico Día de Todos los Santos en las cuarenta iglesias, los noventa conventos y los 130 oratorios con que contaba entonces la ciudad, sobrevino un terremoto de al menos 8,5 grados en la escala de Richter.
Según el periodista norteamericano Nicholas Shrady, autor del libro The Last Day, sobre esta hecatombe, “de todas las capitales, esta era la que más se asemejaba a una ciudad de Dios en la tierra, que parecía el último lugar sobre el que se podía desatar la ira divina” porque “era una ciudad rebosante de devoción”, cuya céntrica Plaza del Rossio servía para la quema de herejes por parte de la Inquisición.
A unos 250 kilómetros de la costa portuguesa, donde nadie esperaba seísmos de gran magnitud, se situó el epicentro, y dos placas tectónicas atlánticas chocaron furiosamente sobre las 9.30 de la mañana, provocando el mayor terremoto desde que hay registros en la historia de Europa. Miles de personas quedaron sepultadas bajo los escombros de los edificios que se derrumbaron por toda la ciudad media hora después, que fueron la mayoría, y según los testigos, era difícil caminar por las calles sin tropezar con cadáveres y graves heridos tras esta primera devastación.
Primera porque, tras el seísmo de seis minutos y a consecuencia de este, pues había desplazado billones de litros de agua marina, un terrible tsunami llegó a Lisboa hora y media más tarde, cuando miles de supervivientes se habían concentrado en la inquisitorial Plaza del Rossio, frente al río Tajo, entre ellos, sacerdotes que instaban al resto a arrepentirse de sus pecados porque, decían, Dios había enviado aquella calamidad por su causa. Una pared de agua de varios metros de altura se abalanzó sobre ellos, que no tuvieron tiempo de refugiarse ni de huir, y los arrastró hacia el mar, llevándose la vida de centenares de personas.
Pero toda esa agua no fue suficiente para apagar cientos de incendios que se habían desatado en la ciudad, pues una cantidad ingente de velas que se habían encendido para la festividad religiosa, y tras el terremoto, el fuego provocado por las velas caídas asolaba Lisboa. Y, cuando se levantó el viento con por la noche, los incendios se extendieron, uniéndose hasta formar una gigantesca columna de llamas que, en opinión del historiador estadounidense Mark Molesky, autor del libro This Gulf Of Fire, acerca de este concreto asunto, alcanzó sobre la medianoche la categoría de tormenta de fuego y superó los 1.000 grados centígrados.
Por si todo esto fuera poco, los criminales que habían escapado de las cárceles por las brechas abiertas en los muros debido al terremoto hicieron de las suyas en la ciudad, aprovechando el caos y la anarquía; centenares de ellos saquearon casas, palacios e iglesias, violaron a las mujeres y asesinaron a todo aquel que se les antojó. Y como el cataclismo había sido tal para Lisboa, la necesidad empujó a la población a recurrir incluso al canibalismo para sobrevivir después.
En 2004 se hallaron los restos de unas 3.000 personas de toda clase en una fosa común bajo el claustro de un antiguo convento lisboeta de la época, fallecidas durante el terremoto o en las horas siguientes, una pequeña cantidad de los muertos entonces, que fueron alrededor de 30.000, un 15% de la población total de Lisboa. Según el arqueólogo Miguel Antunes, entre esos restos encontraron pruebas de muertes por aplastamiento, por el fuego y por asesinato, y también del canibalismo. Además, sólo la destrucción por el gran incendio del Palacio de Ribeira, hasta entonces el de los reyes, supuso una pérdida cultural equiparable a la de la biblioteca de Alejandría según Molesky. Portugal perdió la mitad de sus ingresos anuales, y la capital, su relevante papel en el comercio del mundo.
Sin embargo, el buen montón de prostíbulos situado en una parte de la ciudad no sufrió daño alguno: “La gente pensaba que era una extraña demostración de la intervención divina”, dice Shrady; “los burdeles resistieron y las iglesias se derrumbaron”. Y por ello, no sólo se derrumbaron las iglesias, con decenas de miles de fieles en su interior, sino también una forma de pensar sobre el dios al que le rezaban en ese preciso instante: “El terremoto de Lisboa fue un acontecimiento decisivo en la historia europea”, afirma igualmente Shrady, “porque fue la primera vez que la gente comenzó a cuestionar las causas y la naturaleza de ese tipo de desastres”, hizo a un lado a Dios y contempló la posibilidad de las causas naturales para los mismos. Una chispa de racionalidad que fue, quizá, lo único positivo de esta catástrofe perfecta.
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